El
lunes pasado tuve una entrevista. Me fue bastante bien. Encontré la oferta a
través de Linkedin, lo que me hace pensar que la página es bastante seria. Me
dijeron que me llamarían al final de la semana.
Toda
contenta hago las maletas y me voy con mi hombre unos días de relax (más). No
es que nos haya tocado la lotería, qué va, es que tenemos familiares y
conocidos con “posibles”. Así que por el módico precio de dos billetes de 35
euros de Ryanair hemos disfrutado de unas mini vacaciones (más).
Nada
más aterrizar en nuestro idílico destino suena el teléfono. Pensé que era mi
madre para saber si habíamos llegado, quién si no. Qué equivocada estaba. Me
llamaban de una de las empresas que me entrevistaron hace cinco meses y de la
que nunca tuve más noticias. Y era para hacerme una oferta. Sí, sí, a mí, a la
que nunca llega al final de los procesos de selección. Yo, crecida no, lo
siguiente, dije que estaba fuera y que esta semana no podía ser (por supuesto
estaba dispuesta a tomarme un avión de vuelta en ese mismo instante, pero quería
tantear y hacerme valer). “Ningún problema, por supuesto. Cuando tú puedas”. Hemos
quedado el lunes. Se me puso una cara de orgullo y de comerme el mundo que
había que verme. No pienso en otra cosa desde entonces.
Al día
siguiente otra vez el teléfono. Esta vez el de mi marido. Para citarle para una
entrevista. Lo mismo, “estoy fuera, no puedo hasta la semana que viene” (y yo
mientras buscando vuelos en internet para la tarde). Pero como todo tiene sus
tiempos y la gente es medianamente comprensible le han citado para el lunes.
Pero
esto no termina. Ayer me enviaron un mail de la empresa 1 (ver 1er párrafo)
para decirme que había pasado a la segunda fase del proceso. El siguiente paso
es preparar un caso práctico. También para el lunes.
Queda
demostrado que no hay nada como relajarse y olvidarse un poco para que el tema
fluya. Ya veremos la semana que viene. Ahora mismo tengo la autoestima por las
nubes.
Baja
Modesto que subo yo.